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"El poder de las palabras: una mirada renovada al mundo del lenguaje en Madrid"

Las palabras que escribo carecen de valor. Y no me refiero a una metáfora, sino a un sentido económico en su máxima expresión: no tienen valor porque no tienen un costo asociado. En algún momento, estas palabras adquirieron cierto valor, ya que alguien se tomó la molestia de enseñármelas y, quizás, recibió alguna compensación por ello. Supongo que algunas poseen mayor relevancia que otras, dado que mis padres capturaron en video el momento en que pronuncié por primera vez "ajo", pero no hicieron lo mismo con momentos en los que articulé términos más sonoros y grandilocuentes como "pepino", "licnobio" o "Ibex-35". Deberían haberlo presenciado; fue un verdadero espectáculo.

Hay palabras que me las enseñaron en la guardería, en el instituto o la universidad. Hay palabras que aprendí con películas, teatro y libros. Hay palabras que las escribo y pienso “puarj”: “mi cielito”, ¡puarj! Hay palabras que se mueven en el mercado negro porque, al no aparecer en la RAE, cada vez que mi madre dice “recucar”, nos sonreímos como si estuviéramos cometiendo una ilegalidad por practicar el arte del trapicheo lingüístico. Estas mismas palabras que escribo valen lo mismo, nada, si las cambiase por otras: si pusiera “Navidad” en vez de “trapicheo”, si escribiera “familia” en vez de “Ibex-35″. Estas mismas palabras las está susurrando tal vez alguien, al oído de algún otro, en la oscuridad de un despacho.

El escritor Ricardo Piglia decía en La literatura argentina después de Borges que “podemos usar todas las palabras como si fueran nuestras, hacerles decir lo que queremos decir, a condición de saber que otros en ese mismo momento las están usando quizá del mismo modo” y añadía un apunte bien bonito: “A nadie, salvo en un caso muy específico y muy inocente de esquizofrenia, se le ocurre pensar que las palabras pasan a ser suyas después de haberlas usado”. Lo raro es que esta característica de no-valor y no-propiedad que poseen las palabras, de repente, se convierten en una moneda de cambio cuando pasan a dominios de una empresa editorial o periodística, por ejemplo.